Es uno de los mejores recuerdos que tengo trabajando en la cocina de un restaurante, quizás porque fue uno de mis primeros destinos. Se trataba de un local a pie de puerto, una ubicación espectacular por lo que se trataba de una de las terrazas más demandas del pueblo. En cuanto llegaba el buen tiempo, que siempre se hacía de rogar por estos lares, se llenaba de gente, así que pasábamos tres meses a tope. Y fue así como yo llegué a trabajar allí, para reforzar la cocina en los meses fuertes.
Allí aprendí todo lo que se puede aprender sobre la cocina marinera, ya que teníamos el género a pocos metros. Era común cambiar el menú dependiendo de la pesca del día, pero también debíamos estar preparados para dar servicio a un número considerable de clientes por lo que siempre teníamos en reserva ciertos productos como mejillon congelado para hosteleria. No era la primera ni la segunda vez que se quedaban sin género y tenían que echar mano de la reserva.
Y aunque nuestro menú no fuera el más complejo, era el que nuestros clientes demandaban. Cuando alguien se sentaba en esas mesas verdes de la terraza sabía que se iba a encontrar con las tapas más cuidadas del pueblo. Si querían comer algo mucho más elaborado o contemporáneo podían ir a otro local del pueblo, pero nosotros éramos la tradición del buen comer sin complicaciones ni zarandajas.
De esta forma, lo que aprendí fue, especialmente, a preparar platos sencillos pero muy mimados, con excelente género ya fuera el adquirido esa misma semana en la rula o los productos de reserva como el mejillón congelado para hostelería. Pero también aprendí algo muy importante cuando trabajas en casi cualquier cocina de un restaurante de temporada: trabajar bajo presión. Sabíamos que no íbamos a parar en varias horas, pero lo hacíamos con gusto, conscientes de que estábamos en uno de los locales más importantes del litoral. Y toda esa experiencia me ha servido para los siguientes proyectos en los que me enrolé, hasta que abrí mi propio restaurante a la orilla del mar.