Nuestro hijo va para cocinero: desde pequeñito mostró interés por todo lo relacionado con la cocina, le gustaba pasar el rato en ese espacio de la casa mientras nosotros cocinábamos y quería aprenderse el nombre de todos los productos y alimentos. Ahora que es un poco más mayor ya le dejamos que ‘cocine’ un poco con nosotros. Y claro, nos vemos obligados a hacer más recetas que antes, porque ya no se queda satisfecho con un poco de puré, arroz con tomate o unos filetes de pollo a la plancha. Quiere platos más elaborados.
Y está el tema de los postres. Es muy goloso, aunque se sabe controlar bastante bien: es decir, come un poco de dulce, pero se harta rápido: no es de repetir y repetir. Desde luego, nosotros en casa no solíamos preparar ningún postre, solo alguna vez la tarta de la abuela y poco más. Pero ahora es diferente. Y eso nos ha llevado a tener que conocer mucho mejor los pormenores de la repostería.
Pasa con la nata, por ejemplo. Ahora sabemos diferenciar bien la nata para postres de otras natas que se usan, por ejemplo, para hacer salsas. Sucede así con otros ingredientes que antes ni se nos había ocurrido usar, como el clavo. Cuando al niño se le antojó que hiciésemos una tarta que había visto en un programa de cocina para niños, no nos quedó otra opción que aprender la receta. Y en la misma se incluían ingredientes que, desde luego, no teníamos por casa.
Ahora él también viene al supermercado para indicarnos qué debemos comprar. Revisa las estanterías y dice “necesitamos esto, esto y esto”. Desde luego, a veces se lía y nos mete en el carro cosas que no tienen nada que ver con lo que queremos preparar. Pero otras veces es él el que recuerda mejor las recetas: “papá, esta nata para postres es la que necesitamos, la que tú has cogido no nos sirve”. Y así todo. Y cuando llegamos a casa se pone el gorrito de chef que le trajo Papá Noel, se sube a un taburete que tenemos especial para él y a cocinar.